domingo, 19 de mayo de 2013

El Eladio


No es que Eladio Reguilon sea peleador ni pendenciero. Lo que pasa es que tiene semejante fuerza, y es tan bruto, que casi sin querer se mete en cuanto revoleo de trompadas le pasa cerca.
Vive en “El Vichadero”, una estancia ubicada entre la Estación El Moro y Lobería, que tiene un pequeño monte al medio, desde donde cuentan que los indios “vichaban” a los soldados que andaban por la zona. Allí trabajan cuatro mensuales más y el encargado.
Hace unos cinco años, Eladio salió para Lobería el domingo después de almorzar y cuando volvió al campo, ya de noche, le extraño ver luz en la casa del encargado, porque el hombre había salido de vacaciones y no volvía hasta la semana siguiente. Dejó el caballo atado en una planta y se acercó caminando entre las sombras. Al espiar por la ventana vio a tres tipos forasteros, apilando las cosas de valor con claras intenciones de robo. Sin dudarlo agarró un palo grueso y entro decidido a la casa. Los ladrones se llevaron una sorpresa tremenda y antes de que atinaran a defenderse, Eladio, los molió a garrotazos. Después llamó tranquilamente a los milicos de Lobería por teléfono y ahí se quedó esperando a la fuerza policial. Cuentan que cuando alguno de los tres desmayados, medio se quería despertar, Eladio le repetía el tratamiento, pero a mano limpia, y así los mantuvo desvanecidos para no tomarse el trabajo de atarlos.
Otra vez hubo un accidente tremendo en la ruta que bordeaba el campo. Un camión chocó de frente contra un colectivo. Varios vecinos llegaron a ayudar en la tragedia. Eladio entre ellos. Lo primero que ordenó el médico que se hizo cargo del operativo, fue apartar los muertos para un lado y los heridos que necesitaban atención, para otro. En una ida y venida, Eladio pasó frente al montón de cadáveres y sintió que uno de los supuestos difuntos se quejaba. Entonces él, como buen paisano y bien mandado que es, se acercó al pobre accidentado y le dijo bajito en el oído:
-¡Vos quedate quietito que dijo el dotor que ya estás muerto!
Por suerte algún otro se dio cuenta del asunto y cambió al pobre hombre al montón de los heridos.

sábado, 18 de mayo de 2013

Cosas del clima



Se vino con todo el frío.
El miércoles pasado el despertador sonó a las 5 de la mañana, y en cuanto me puse en movimiento, escuché la silbatina del viento entre los árboles del patio. Todavía de noche salí de la casa. La helada descansando sobre el pasto y el aire que chiflaba en su carrera. Al rato llegó Juan, preparamos todo y allá nos fuimos. Nos esperaba un día fuerte de trabajo.
Las horas se nos pasaron capando terneros grandes. Mucho correr, hacer fuerza y moverse. Lo grande es que debajo de los ponchos el cuerpo suda, pero por fuera, todo está congelado. Las manos duras apenas sirven para agarrar una jeringa. Y sin embargo el trabajo se va haciendo. Nadie se queja del frío ¿Para qué? Es mejor no darle pelota.
Volvimos como a las cinco de la tarde y nos esperaban con una perra para hacer una castración. Fue un placer hacer algo bajo techo y al reparo del viento.  

martes, 14 de mayo de 2013

No le explicaron


Hace muchos años conocí a Rogelio Santos. Era un gran pedazo de hombre, muy negro y fornido. Con la cabeza llena de rulos mugrientos y la gorrita de vasco que parecía pegada con la grasa. Pero así como era de enorme y sucio, era más bueno que una compota. Nunca había ido al médico y en esos años ya iba para los cuarenta de vida. Tal vez por eso le costó tanto a Javier Martínez, el dueño del campo, convencerlo de que tenía que tratarse la terrible otitis que no lo dejaba ni dormir desde hacía varios días.
Por fin Rogelio accedió y llevaron al doctor hasta el campo para que lo revisara. Después de un buen estudio, el médico, famoso en el pueblo, le recetó seis supositorios con antibiótico, y ahí nomás le encajó una inyección para ir atacando los gérmenes.
Terminado el trabajo, Martínez invitó al galeno a tomar unos mates en la casa grande. En eso estaban cuando se apareció la mujer de Rogelio toda agitada a decirle al médico que su marido estaba en un grito y se daba la cabeza contra las paredes.
-¡Anafilaxia!- Dijo el médico, temiendo que la inyección aplicada le hubiera provocado una reacción indeseable al pobre hombre. Agarró el maletín y salió corriendo para la casa de los Santos. Martínez corrió detrás.
Cuando llegaron, se lo encontraron a Rogelio aullando de dolor. El doctor lo calmó un poco, lo sentó en la cama grande y entonces pudo ver una puntita del supositorio que le asomaba del agujero del oído enfermo. El muy bestia se lo había metido en la oreja y con el calor del cuerpo el elemento se empezó a derretir goteando grasa hacia adentro.
-¡Pero Rogelio! ¿Te metiste el supositorio en la oreja?- Pregunto el doctor con toda calma.
Y el pobre doliente, desencajado por el sufrimiento y dejando de lado la cortesía le grito:
-¿Y donde quiere que me lo meta? ¿En el culo?-
-¡Y sí!- Dijo el médico. Y salió al patio prudentemente para poder reírse a gusto.


lunes, 13 de mayo de 2013

Caso raro


Lucio y Andrea son almaceneros. Atienden una antigua despensa en San Manuel donde se puede conseguir de todo. Es como un supermercado en chiquito, con la ventaja para muchos, de que allí todavía se usa el fiado. Como en el terreno de atrás del negocio hay muchas cosas que pueden ser codiciadas por algún raterito, siempre tienen algún perro grande que les sirve de guardián.
El que ocupa ese puesto desde hace más de cinco años es Tereso, un perro cruza, amarillo y barbucho, tal vez hijo de algún Terrier.
El viernes pasado estábamos volviendo del campo con Juan, y me llamó por teléfono Andrea para pedirme que fuera a revisar a Tereso, porque lo había atropellado con la camioneta.
Casi era de noche cuando llegamos a verlo. Tereso estaba muy caído y tenía la cara sucia con sangre. Mientras lo revisaba, Andrea me contó que cuando ella arrancó su vehículo, los perros del vecino empezaron a discutir con Tereso y en el remolino de mordiscones, el pobre barbucho se fue sobre la rueda y salió golpeado.
Pronto vi que patas, manos, costillas y columna, estaban completas, pero al revisar la cara, me encontré con que ¡Le faltaba el ojo izquierdo! Lo raro era que los huesos de la órbita y los párpados estaban intactos. Solo faltaba el ojo.
-¡Pero Andrea! ¡Este animal perdió el ojo!- Le dije pensando que la iba a sorprender.
-¡Viste Lucio!- Exclamó ella entonces hablándole a su marido -¡Entonces Mercedes tenía razón!-
Lucio se rió, pero yo no entendía como venía la cosa.
-¿Por qué? ¿Qué parte me perdí?- Pregunté
-Lo que pasa es que después de golpearlo, me baje para ver como estaba. El perro salió corriendo para casa, pero Mercedes, mi vecina chusma, estaba viendo todo y me gritó desde su vereda que cuando lo choqué, al perro se le saltó el ojo de la cabeza y que estaba caído ahí contra el cordón. Yo estaba muy nerviosa, así que no le di importancia pensando que me mentía ¡Y si lo voy a buscar vos se lo podrás poner de nuevo!-
-¡No Andrea! ¡No se puede!- Le dije mientras terminaba de curar a Tereso, que me miraba atentamente con el ojo bueno.


sábado, 11 de mayo de 2013

Se veía venir


Llegué temprano a la estancia “El Jaguel” de los Amondarain. Teníamos mucho trabajo, así que se habían juntado varios paisanos para ayudar en la encerrada de la hacienda y las tareas en la manga.
Juan Amondarain, enérgico como siempre, me recibió contento y apenas aclaró, empezaron a desfilar las vacas negras y coloradas del inmenso rodeo. La mañana se nos fue entre risas y esfuerzos. Cerca de mediodía terminamos con las guampudas y nos quedaba todavía por elegir algunos potros que iban a llevar al campo de Guido. El encargado de los caballos en “El Jaguel” es Lidoro Gutierrez, un tipo chiquito, pacienzudo con los animales, buen domador, pero completamente dominado por su mujer. Una chica que más parece una tigra que una esposa.
Teníamos que completar ese trabajo, porque después Amondarain salía de viaje para Mar del Plata. Encerraron la manada y cuando íbamos caminando para los corrales, apareció la mujer de Lidoro y le grito bien fuerte: -¡Lidoroooo! ¡A comerrrr!-
Nos miramos desconcertados por tan inoportuna intervención, mientras el pobre gaucho desfilaba para su casa con la cabeza gacha.
-¿Y si terminás esto y después vas a comer Lidoro?- Preguntó Juan interpretando lo que todos pensábamos.
-¡No puedo Don Juan! ¡Vio como es aquella!-
-¡Pero por qué no la matás a esa mujer de mierda!- Grito el jefe muy caliente. Y viendo que el asunto era inevitable, me convidó a comer y a tomar un vino en su casa.
Ya estábamos por empezar a saborear la sopa, cuando Teresa, la mujer que atiende la casa grande, entró en el comedor y le dijo a Juan que Lidoro estaba en la cocina.
-¡Hacelo pasar!-
Lidoro se apersonó humildemente, con la gorra de vasco en la mano y dijo en voz baja:
-¡Ya está patrón!-
-¿Y? ¿Terminaste de comer?-
-¡No! ¡Ya la maté!
Juan se quedó como pasmado y la cuchara se le cayó adentro del plato, salpicándolo hasta la pera con el líquido caliente
-¿Cómo que la mataste?-
-¡Y sí! ¡Usté me dijo…!
Era verdad. Solo que por un pelo, la mala mujer se salvó de la tremenda paliza que le dio Lidoro. Estuvo como dos semanas internada en Lobería. 

Lo que se viene

  Me pasa muy seguido de querer ponerme a escribir notas, artículos técnicos o relatos, tal como hago desde hace muchos años, y encontrarme ...